miércoles, 26 de junio de 2013

0 comentarios miércoles, 26 de junio de 2013, 0:05
Francisco M. Navas [colaboraciones].-

Había una vez, en un planeta muy lejano, un país que, a base de esfuerzo, de consenso, de ética colectiva y de buena voluntad, había conseguido cuasi la perfección en su funcionamiento interno. Su sistema político era la Monarquía, como podía haber sido la República, pero no funcionaba como una monarquía al uso: el rey y su familia debían ser refrendados por el pueblo cada cuatro años, de manera que si por su comportamiento o el de alguno de los suyos hubiese de ser reprendido y no consiguiese el apoyo popular, el castigo consistiría el tener que abandonar el país él y toda su familia y no volver nuca jamás.   

Evidentemente habían llegado a la conclusión de que la democracia era el mejor sistema de gobierno posible, por lo que disfrutaban de una separación de poderes tal y como hoy la conocemos: un gobierno que gobernaba, un conjunto de ciudadanos y ciudadanas elegidos por el pueblo que elaboraban y promulgaban las leyes y un potente cuerpo judicial que se encargaba de que las leyes se cumpliesen, claro.

Sin embargo, habían llegado a la conclusión de que, sin control popular, estos poderes acababan corrompiéndose, y se requería un necesario equilibrio entre administradores y administrados, porque es en estos últimos donde residía la soberanía popular.

También se dieron cuenta de que poseer un conjunto de medios de comunicación que divulgasen las noticias y mantuviesen a la ciudadanía al tanto de lo que sucedía en el país era condición sine quanon para que su democracia funcionase bien, y para ello habían aprobado una ley muy singular: si la ciudadanía consideraba que los legisladores se apartaban peligrosamente de su deber de dictar leyes justas para todos, si los jueces no aplicaban con rigor la justicia, se tratase de poderosos o de gente humilde, y si el gobierno no fuese capaz de encontrar soluciones razonables a los problemas cotidianos, los hombres y mujeres de este país sólo tenían que colgar de sus ventanas y balcones, cada fin de mes, un pequeño estandarte negro con el anagrama de la balanza para censurar a la justicia, otro con el anagrama del bastón de mando para los gobernantes y un tercero con el anagrama de su Constitución para los legisladores.

SOLUCIONAR LOS PROBLEMAS COLECTIVOS

Si, por el contrario, consideraban que las actuaciones habían sido correctas e incluso sobresalientes, bastaba con colgar estandartes similares a los anteriores, pero de color verde, con lo cual cada fin de mes los diferentes medios de comunicación sólo tenían que dar fe de lo que reflejaban las fachadas de los edificios, y si durante seis meses consecutivos se repetía la censura a cualquiera de los tres poderes, se les obligaba a dimitir en bloque y a convocar nuevas elecciones, con el fin de ser sustituidos por personas que fuesen realmente capaces de solucionar los problemas colectivos.

Evidentemente, esos jueces, políticos o gobernantes censurados nunca más podían presentarse a otras elecciones, aún cuando podían volver a sus respectivos trabajos como ciudadanos y ciudadanas corrientes.

Los partidos políticos sustentaban el acceso a la política como en cualquier otra democracia, pero hacía ya mucho tiempo que las candidaturas a cualquier puesto político se resolvían en votación secreta mediante asambleas locales, en listas abiertas y por tanto desbloqueadas. Los que más votos sacaban eran los elegidos para pasar a la siguiente fase, sin distinción alguna entre hombres y mujeres, por lo que alguna vez se dio la paradoja de que todas las elegidas fueron mujeres u hombres.

Además, durante su primer mandato de cuatro años en el puesto político al que accedieran no podían ganar más dinero del que les correspondiese por su trabajo de referencia, para evitar corruptelas innecesarias. Así, el oficinista seguiría ganando su sueldo de oficinista, el barbero su sueldo de barbero y la profesora de literatura su sueldo de profesora.

RECONVERSIÓN SINDICAL

Y si por cualquier causa cualquiera fuese sólo imputado por un juez, por verse mezclado en asuntos turbios, debería abandonar inmediatamente la política y para siempre, independientemente de su posible culpabilidad o inocencia, por si las moscas. Si eran reelegidos para un segundo mandato, su sueldo nunca podría rebasar los cuatro mil euros, debiendo estar incluidos en ese dinero sus desplazamientos, dietas, etc., a fin de no enmascarar posibles sobresueldos que indignasen a la población.

En caso de residir fuera de casa, el Estado les facilitaría un apartamento en régimen de alquiler por el módico precio de 200 euros, que devolverían en el momento en que cesaran en sus cargos.

Los sindicatos también habían sufrido una fuerte reconversión en sus estructuras, pues la sindicación era obligatoria, pagándose por ella una cuota mínima, eso sí, suprimidas para siempre las subvenciones estatales, con lo que su independencia de actuación ante los poderes públicos quedaba garantizada.

Además, si los jueces determinasen mediante sentencia que algún sindicato había participado en cualquier trama de corrupción, cohecho o fraude, por pequeña o localizada que fuese, la ley les permitía disolver la organización sindical de facto, por atentar directamente contra los derechos de los trabajadores a los que se suponía debían defender. 

Los patronos, además de tener derecho a obtener beneficios de sus empresas y negocios, tenían la obligación de velar por el bienestar de sus obreros. Si el beneficio excedía del sueldo del conjunto de sus empleados multiplicado por tres, se veía obligado a renegociar las condiciones laborales de sus asalariados, repartiendo entre ellos un treinta por ciento de esos excedentes, con lo que la productividad estaba garantizada.

PAÍS DE CUENTO

Los trabajadores, en cambio, aumentarían sus horarios de trabajo hasta en una hora diaria y renunciarían a la mitad de sus vacaciones en caso de que la empresa atravesase problemas económicos, y si hubiese que despedir a alguien, el trabajador podría optar por acogerse al subsidio de desempleo o, cobrando una cantidad mayor, pagada siempre por el Estado, seguir trabajando en su empresa, a fin de sacarla a flote.

Los bancos debían ordenar sus beneficios en diferentes bloques, no dedicando a inversiones nunca más del treinta por ciento de sus activos, estando obligados a prestar a bajo interés otro treinta por ciento mínimo de todo su capital, a fin de promover nuevas empresas y la creación de nuevos puestos de trabajo.

De otra parte, el Banco Estatal Único tendría la obligación de reinvertir el setenta y cinco por ciento de sus posibles beneficios en créditos blandos a bajo interés, siempre un cuarto de punto por debajo de los bancos privados aunque, eso sí, extremando las garantías de recuperación del capital.

Este cuento ya va siendo demasiado largo y sin embargo, no me cabe la menor duda de que si existiesen realmente controles democráticos en nuestra sociedad, si la política no se hubiese convertido en un estar en vez de en un actuar, si los grandes capitales tomasen conciencia de que deben su fortuna a la simple especulación cuando no al sudor de millones de trabajadores y trabajadoras mal pagados, si los sindicatos no se llenasen los bolsillos de dinero sucio, si los jueces pudiesen sustanciar sus procedimientos en meses y no en años, si las religiones se dedicasen a adoctrinar a sus feligreses sólo en sus respectivos templos, si los banqueros ganasen el salario mínimo interprofesional y si, en definitiva, quien la hiciese la pagase, podríamos decir que vivimos realmente en un país de cuento.     

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