martes, 4 de junio de 2013

0 comentarios martes, 4 de junio de 2013, 0:00
José Antonio Sanduvete [colaborador].-

Cuando robó aquel libro de la biblioteca ya sabía que estaba haciendo algo malo. Lo supo por las dudas, por los tensos segundos mirando el tomo en la estantería, por el sudor en sus manos mientras lo agarraba y se lo echaba dentro del abrigo, por la mirada esquiva y el tartamudeo mientras se despedía del bibliotecario. Señales todas que demuestran la culpabilidad de un sospechoso. Había robado un libro, y lo había hecho con alevosía.

Pero lo mejor de todo era que nadie lo había descubierto. Su delito había quedado impune, de tal modo que podía poner en práctica la verdadera razón por la que se había decidido a cometer el hurto: porque aquel libro no le era imprescindible, ni necesario, ni útil, ni siquiera era un libro fascinante que quisiera leer y poseer para siempre a toda costa; pero era su libro, se había hecho con él de forma ilícita, y ahora tenía un secreto que guardar. Esa era la clave.

Todos tenían secretos, o al menos él suponía que todos tenían, porque, obviamente, nadie los contaba; si así fuera, dejarían de ser secretos. Ahora él tenía el suyo, la obtención de aquel libro, y no se lo diría a nadie.

Lo malo de los secretos es que, con el paso del tiempo, se difuminan. Hay quien diría que un secreto solo es verdaderamente excitante si los demás saben que existe, pero no saben cuál es. Así de absurdos, a veces, son los comportamientos humanos. Por tanto, decidió que tendría que robar otro libro, y otro, tal vez un robo a gran escala de volúmenes de biblioteca, algo que lo hiciera célebre pero desconocido, algo de lo que todos hablaran sin saber que él, que los oía, se reía por dentro al saberse culpable e incógnito al mismo tiempo.

En el fondo sabía que la necesidad de renovar sus secretos lo terminaría descubriendo. Algo así como el asesino que necesita jugar con el detective para que sus crímenes tengan sentido. Pero los secretos son adictivos, y la vida, sin ellos, un aburrimiento...


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